Quizás deberían instaurar un premio Nobel de medicina a las especies
animales que han contribuido con su sacrificio a acrecentar el conocimiento y
saber humanos. La primera concesión por la que me inclino sería la mosca del
vinagre o mosca de la fruta o Droshophila Melanogaster.
En
tiempos del biólogo T.H. Morgan de la Universidad de Columbia, a principios del siglo
XX, los cruzamientos de una mutante de ojos blancos con las de ojos rojos y el
examen de los resultados en las dos generaciones sucesivas (incluyendo el cruce
de la de ojos blancos con sus nietos), determinó la localización del gen
responsable del color de los ojos, situándolo en el cromosoma sexual X, de los
cuatro pares que posee. Confirmó a su vez la hipótesis de Walter Sutton sobre
que los genes estaban localizados en los cromosomas.
Años después un colaborador de T.H. Morgan, el biólogo H.J. Muller,
aceleró con Rayos X la tasa de mutaciones en la Drosophila , variando
otros caracteres como el tamaño de las alas, de las antenas, de las patas, y
observando cómo se trasmitían en sucesivos cruzamientos. La conclusión fue el
establecimiento de grupos de ligamento, es decir, grupos de genes que tienden a
estar unidos al encontrarse en el mismo cromosoma. También estos experimentos
derivaron en el concepto de recombinación, es decir, del intercambio de
fragmentos de cromosomas homólogos durante el emparejamiento en el trascurso de
la división celular. Y A.H. Sturtevant, comparando porcentajes de las
recombinaciones, obtuvo la distancia entre sí de los distintos genes,
elaborando los primeros mapas de cromosomas.
La mosca del vinagre no ha interrumpido su sacrificada contribución al
saber humano (vive escasamente dos semanas, hablamos pues de más de dos mil
generaciones desde aquellos primeros años), en particular en el estudio de
enfermedades neurodegenerativas como el Parkinson, el síndrome de Huntington,
ataxia espinocerebelosa, Alzheimer, distrofia miotónica…, lo cual lo ha
propiciado el que el 75 % de nuestro genoma vinculado a dichas enfermedades
tenga su homólogo en el genoma de la Drosophila.
La contribución más reciente sigue la línea de la publicación en el año
2006 en la revista Nature de un artículo a cargo del profesor de Neurobiología
y Fisiología de la
Universidad del Noroeste, en Evanston (Illinois, USA), Ravi
Allada, en donde demostraba las similitudes de las dos especies con respecto al
sueño. Ambas lo usamos para consolidar lo aprendido durante el día, para guardarlo
en la memoria. La región cerebral encargada del control del sueño está
íntimamente ligada en ambos casos con la del aprendizaje y la memorización.
Además hay en común que si su descanso nocturno no llega a las diez
horas, necesita reponerlo durmiendo más. Y si por cualquier causa el sueño es
interrumpido abruptamente, debido entonces a la alteración imprevista de la
actividad eléctrica de baja frecuencia en que se mantiene el cerebro durante
dicho lapso, parecen como atontadas. Al igual que los humanos, que como nos
corten el sueño nos despertamos aturdidos y de muy mala leche.
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