miércoles, 10 de abril de 2013

Nífulas y fáunulos


  Una nínfula, según Vladimir Nabokov, es una muchacha entre doce y catorce años, que además ha de estar dotada de (valga la redundancia) una naturaleza nínfica, la cual le confiere un insidioso encanto, una gracia letal, una atracción demoníaca. No solo ella ignora su fantástico poder, sino que es inidentificable para el hombre vulgar como no sea un artista infinitamente melancólico con veneno en las entrañas y sutil voluptuosidad en el espinazo. Ha de haber una brecha de tiempo entre ellos, de unos diez a treinta años, necesaria para el perfecto ajuste focal que brinda la intrascendente y modélica experiencia de una vida sin acicates. Hay ejemplos contrastables dignos de atención como la Beatriz de Dante, la Leonor de Machado, la Laura de Petrarca, la Virginia de Poe.
  Por descontado Dolores Haze (Lolita) lo es para el profesor Humbert, de donde deviene la historia de dos años de apasionada relación, interrumpidos por tres de ausencia. Al reencontrarla con 17 años, apenas adivina trazos de la nínfula que había sido, y sin embargo su amor es tan manifiesto, preclaro y radical, que le propone reanudar la vida juntos, incluido el niño que se gesta en sus entrañas.
  En otros dos libros presumo la localización de otra nínfula y un fáunulo, el equivalente masculino. El precedente del profesor Humbert se halla en Annabel, una novia de pubertad que murió de tifus, constituyendo Lolita la recuperación y superación de aquellos dulces y traviesos episodios, cosa que no se barrunta en Gustav Aschenbach (Muerte en Venecia) ni en el Chino del Norte (el Amante), si bien se prevé que haya podido ocurrirles como a cualquiera que anticipa las agridulces ensoñaciones del amor incipiente.
  La invitación a evolucionar hacia sendas prohibidas es clara en todos los casos. El beso que propina Lolita al profesor Humbert después de subir arrebatadoramente las escaleras de la casa en Ramsdale antes de ingresar en un campamento de verano, encuentra su parangón en el beso que estampa la Niña en el cristal de la limusine del Chino en las proximidades del liceo Chasseloup-Laubat o la sonrisa diabólica que dirige Tadzio a Gustav en el salón del Hotel los Baños. Es la señal propicia que revela su inmersión en los tanteos programados por la alquimia hormonal de la naturaleza, no solo disponibles para chicos de sus mismas edades, sino para aquellos atractivos personajes ya maduros que les anhelan desde su efusión callada y experta.
  Lolita regresa del campamento con la pérdida de la virginidad concertada en los bosques con Charlie, la Niña ha inducido unos remedos acariciadores en Thanh y Tadzio permite besarse sucintamente por Joshua durante los retozos playeros, lo que no estorba para que definitivamente se imponga el vínculo fabuloso y subyugador en un hotel de carretera en el primer caso y en un apartamento del Cholen en Saigón en el segundo. El caso más genuinamente espiritual (en principio) de Gustav hace que aquí nunca ocurra o bien quede encajado en la misma muerte inesperada y confusa a pie de playa después de que Tadzio riña y se desembarace de Joshua.
  La naturaleza ambigua y sujeta a desconcertantes caprichos de la nínfula o el fáunulo no se disipa porque se ratifique la relación con la anuencia a proseguirla emprendiendo un viaje por los hoteles de Cincinnati, la reiteración de los encuentros en el apartamento del Cholen o la persecución por las calles de una Venecia diezmada por la peste. Más bien acrece la experiencia del enamorado imbuyéndole raptos de gozo celestial junto a otros de infernal angustia. La explotación de su poder ha de permitirla (regalos, dinero...) para perpetuar su gracia y voluptuosidad, si bien, irremediablemente, será insuficiente y se verá abocado a perderla en cuanto se impongan los desquites del destino o los goznes de la edad giren un poco más y recrudezcan su desfase. Lolita escapará con un director de teatro, el Chino se casará con una igual para obedecer la tradición y Gustav Aschenbach no solo no verá ejecutarse su sueño de que la epidemia asole Venecia y queden los dos solos sino que la apoteosis de su conquista es abortada por la muerte.



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