A su muerte en 1723, el precursor de la
microbiología, el holandés Anton van Leeuwenhoek, se llevó consigo el secreto
de la confección de sus poderosas lentes, con las cuales había construido potentes
microscopios y había impresionado a visitantes de lujo como la reina María II de
Inglaterra o el zar de Rusia Pedro el Grande. Es extraño que no delegara en
nadie el método de fabricación de las mismas, parecía en contradicción con su
generosidad y amor por la ciencia, lo que se tradujo en el regalo de muchos de
sus microscopios, veintiséis de ellos a la Royal Society, y en las cartas
remitidas con minuciosas y variadas observaciones a esta misma sociedad
científica.
Este
secretismo provocó un retraso de varias décadas en la continuación de las observaciones
y, por tanto, en el avance de aquella nueva disciplina científica, hasta el
siglo XIX en que se perfeccionaría el microscopio compuesto. Es posible que
previera el mal uso que pudiera hacerse de una producción indiscriminada, como ocurrió
con el negligente manejo de sus numerosos microscopios donados, muchos de los
cuales o bien se extraviaron, o bien se vendieron en subasta a pujadores
anónimos.
También puede que prefiriese retrasar el futuro descubrimiento de nuevos
animálculos (como él mismo definió) que acaso desviarían prematuramente de una
correcta línea de investigación. Por ejemplo, más allá del hallazgo de los
espermatozoides, quizás viera a un director de cine o a un chirigotero gaditano
disfrazado de ellos, y ello le inspirase desconfianza.
Todo lo que usted quería saber sobre el sexo |
Los que salimos por gusto |
No hay comentarios:
Publicar un comentario