Es la
conclusión que en su debate interior saca Marianne, la protagonista del relato
de Anna Gavalda The Opel Touch. Paseaba en ese momento por un parque y divisaba
a las parejas acarameladas en los bancos y bajo los árboles, se negaba a sí misma
que las mirara con envidia, ¿envidia yo?, "ellos" solo buscan dar
curso a su peregrino deseo. ¿Seguro?... Pues sí; sí que las envidiaba.
Después
de la semana de trabajo, sale en fin de semana con las amigas al Milton, un bar
de vaqueros. Al apartarse del grupo y acercarse a la barra le entra uno al que
enseguida apoda, con humor festivo y burlón, Buffallo Bill, y no se equivoca
pues sus intenciones y zafiedad las detecta al punto para acabar dándole un
corte y despedirlo. El lugar y la intencionalidad superflua de ligar por que
sí, con prolegómenos tópicos que encaminan a cumplimentar solo el deseo, el
apetito sexual descarado, le repele y le urge marcharse. Se despide de las
amigas y telefonea a la hermana para que venga a recogerla en coche. En casa de
esta su cuñado y los sobrinos duermen, y ella se sincera en una charla de
cocina, a pesar de las desastrosas cualidades de psicóloga de aquella: se
siente como si en su corazón hubiera una enorme bolsa vacía, clamando ser
llenada.
Un
corazón sin duda exquisito, nada vulgar como el de su jefa, la gerente del
almacén de ropa donde trabaja, el Pramod, con quien riñe frecuentemente. Un
corazón que, precisamente por distar de ser vulgar, por ser sensible y
exquisito, y mantenerse incólume gracias a su altivez y su mordacidad para con
los burdos comportamientos masculinos apegados a tópicos animalescos, adolece
de una bolsa vacía mucho más grande de lo usual, que solo un amor a la medida
podrá colmar.
¿Quiero
amor? Ahora cabe planteárselo como pregunta dirigida a otro personaje cuyo
corazón no va a la zaga del de Marianne. Es Valentina, la protagonista del
relato de Julio Cortázar La barca o Nueva visita a Venecia. Es de Buenos Aires
y está de viaje turístico por Italia con su amiga Dora para reponerse de su
reciente divorcio y reencontrar su camino vital. Eventualmente conoce a un
chico, Adriano, de Osborno, también haciendo turismo, por el que siente
atracción y con el que se acuesta en su habitación de hotel en Roma. El sabor
de la aventura y el placer carnal proseguirá en Florencia tres días después,
adonde habían pactado reencontrarse, siguiendo sus itinerarios. En este segundo
encuentro se dilucidan los sentimientos de cada cual, por un lado, Adriano,
habituado a relaciones esporádicas en las que la prontitud del acto sexual
evita el período de cacería mental necesario para el enamoramiento, halla en
ella, inesperadamente, la excepción a esta regla, acaso por no habérsela
entregado con el histerismo e ineptitud de las otras; por otro lado, Valentina,
aunque encuentra el placer y la saciedad de su cuerpo, la pasión está hueca, el
vacío de su espíritu es correlativo, no quedando simultáneamente satisfecho; es
decir, la bolsa vacía que habita su corazón no vulgar, sigue vacía como la de
Marianne.
Por tanto,
cuando Adriano se le declara, cuando destapa su enamoramiento, sin pensar que
tenga que haber una desposesión, un desprendimiento ulterior, cuando acaben las
respectivas rutas turísticas, Valentina se siente muy distante, ajena, y
además, repentinamente afectada por la intromisión de este nuevo factor: el
enamoramiento. La dicha experimentada en Roma estribaba en un impulso atractivo
que comportaba el "no tener que pensar" precisamente en esto, al
adscribirse a una aventura sin amarras, sin análisis moral ni lógico, ni visos
de seriedad. Lo fundamental, cuando antaño insertó este sentimiento en su vida,
había fracasado, dejándolo hecho trizas al otro lado del mar: el divorcio. Por
eso se marcha sola a Venecia, siguiente punto de su itinerario turístico,
advirtiéndoselo solo a Dora.
En su
huída de Adriano, de facilitarle alguna expectativa al respecto o de la propia
tentación de sucumbir a un enamoramiento parecido, cosa del todo inconveniente
y fastidiosa, se recrea en un paseo en góndola, surcando los canales. De pronto
presta atención al gondolero, hasta ese momento una presencia invisible pero
viva a sus espaldas, que la conduce con serenidad y pericia. Le pide mostrarle
un sitio original donde comer, no mancillado por los turistas, y él la lleva a
su casa. Vacila ante esta excitante intromisión en la intimidad de alguien
ajeno y vivo a la vez, que disipa la sombra de su pesadumbre y su aburrimiento.
Cuando acaba el almuerzo pretende marchar, pero ya el gondolero no la deja.
Ella se relaja y le deja hacer: el acto resulto brusco, aparatoso, turbador,
grotesco. Pero lo disfruta. Y además: no hay ningún peligro de enamoramiento
recíproco. ¡Qué libertad!
De
manera que repetirá visita al gondolero. Y cuando ya Dora se le haya sumado a
la visita a Venecia, y Adriano aparezca para reprocharle su marcha sin
despedida, desdeñando su declaración de amor, lo tendrá más claro. No hay
ninguna posibilidad al respecto. Lo conduce hasta un puente cerca de la Fundamenta Nuove
y allí, solos, contemplando el tránsito de una góndola funeraria, se lo aclara
sin miramientos, desentendiéndose de la resistencia de él a desprenderse de la
voluptuosidad que le causa un sufrimiento amoroso inútil.
Valentina, por tanto, no quiere amor. Al menos, no el de Adriano, o uno
parecido que le retrotraiga a una planificación vital parecida a la que ya le
condujo al fracaso y que le ha dejado con la bolsa interior de su corazón más
vacía, resentida y escéptica.
El que
la cohabitación comporte un cierto llenado de la bolsa interior complementario
a las sutiles variaciones no carnales del amor solo puede responderlo una mujer
avezada como Maya, vecina de András, el protagonista de En brazos de la mujer
madura de Stephen Vizinczey. Hace tiempo que la visita a su casa, estando o no
el marido, con la excusa de llevarse para leer algunos libros de su biblioteca.
La intimidad entre ellos se va forjando a intervalos. András ha desechado
hacerse un hombre con las chicas de su edad, por inexpertas y ridículas, a la
hora de la verdad, y Maya le parece idónea. El día que se decide y ocurre,
porque ella también ha sabido encaminarlo, experimenta, gracias a que se lo
sabe trasmitir y así asalta su comprensión, que el orgasmo no es la
masturbación interna de dos desconocidos en una misma cama, sino la consumación
de la unión de dos almas, prologada por ese conocimiento y cariño previo. ¿Y
qué pasa con el marido? Maya le explica que algún día descubrirá, y tal es lo
que confunde a la gente, que se puede querer a más de una persona a la vez. Por
eso no se separa, y se permite esta relación, como le permite al marido las
suyas. Le advierte además que él mismo se percatará de ello y lo descubrirá un
día por sí solo. Durante un tiempo prolongado András la sigue visitando y
descubriendo las excelencias del amor que lleva aparejado este sentimiento de
complicidad y hondo cariño y además no le deja la sensación de un vacío
espiritual ulterior que desvirtuaría la significación del acto.
Pero
será verdad que el corazón de András evolucione no sin el desconocimiento de
Maya, quien, irremisiblemente, como había previsto, le permite seguir el curso
de sus experiencias. Y la que sigue es la del enamoramiento de Ilona, la novia
de uno de sus profesores de Universidad. Ella alimenta su coqueteo y
posibilidades, o más bien, él se autoengaña interpretando siempre, incluso los
gestos más desdeñosos y cínicos, a favor de un resquicio por donde debilitarla
y ganársela. Incluso cuando se casa con el profesor no pierde la esperanza de
que llegue el momento en que desee aparcar la prosa insípida del matrimonio,
propiciada por el aburrimiento y la desilusión, por la alegre y novedosa de la
aventura. Pero es inútil. Pasan hasta dos años en los que vive en un permanente
enamoramiento sin resultado, salvo porque le abstrae de las preocupaciones
generadas por las revueltas de esos años en Budapest.
Entonces
se le cruza Zsuzsa, menos atractiva que Ilona pero más avezada, y, desmoronando
sus remordimientos por la infidelidad en que va a incurrir, se deja vencer. El
enamoramiento se disipa no solo por este vencimiento, sino porque Zsuzsa
conforma en él un retrato más real de su identidad, lo cual, sin ser amor, es
razón que contribuye a embuchar alimento a la bolsa vacía del corazón, del
corazón no vulgar.
En
resumen, Marianne quiere amor, Valentina huye de él y Maya aduce su
complementariedad con otras relaciones. András, de momento, reconoce su
diferenciación, haya o no implícito sexo.