martes, 16 de julio de 2013

Quiero amor



  Es la conclusión que en su debate interior saca Marianne, la protagonista del relato de Anna Gavalda The Opel Touch. Paseaba en ese momento por un parque y divisaba a las parejas acarameladas en los bancos y bajo los árboles, se negaba a sí misma que las mirara con envidia, ¿envidia yo?, "ellos" solo buscan dar curso a su peregrino deseo. ¿Seguro?... Pues sí; sí que las envidiaba.

  Después de la semana de trabajo, sale en fin de semana con las amigas al Milton, un bar de vaqueros. Al apartarse del grupo y acercarse a la barra le entra uno al que enseguida apoda, con humor festivo y burlón, Buffallo Bill, y no se equivoca pues sus intenciones y zafiedad las detecta al punto para acabar dándole un corte y despedirlo. El lugar y la intencionalidad superflua de ligar por que sí, con prolegómenos tópicos que encaminan a cumplimentar solo el deseo, el apetito sexual descarado, le repele y le urge marcharse. Se despide de las amigas y telefonea a la hermana para que venga a recogerla en coche. En casa de esta su cuñado y los sobrinos duermen, y ella se sincera en una charla de cocina, a pesar de las desastrosas cualidades de psicóloga de aquella: se siente como si en su corazón hubiera una enorme bolsa vacía, clamando ser llenada.

  Un corazón sin duda exquisito, nada vulgar como el de su jefa, la gerente del almacén de ropa donde trabaja, el Pramod, con quien riñe frecuentemente. Un corazón que, precisamente por distar de ser vulgar, por ser sensible y exquisito, y mantenerse incólume gracias a su altivez y su mordacidad para con los burdos comportamientos masculinos apegados a tópicos animalescos, adolece de una bolsa vacía mucho más grande de lo usual, que solo un amor a la medida podrá colmar.



  ¿Quiero amor? Ahora cabe planteárselo como pregunta dirigida a otro personaje cuyo corazón no va a la zaga del de Marianne. Es Valentina, la protagonista del relato de Julio Cortázar La barca o Nueva visita a Venecia. Es de Buenos Aires y está de viaje turístico por Italia con su amiga Dora para reponerse de su reciente divorcio y reencontrar su camino vital. Eventualmente conoce a un chico, Adriano, de Osborno, también haciendo turismo, por el que siente atracción y con el que se acuesta en su habitación de hotel en Roma. El sabor de la aventura y el placer carnal proseguirá en Florencia tres días después, adonde habían pactado reencontrarse, siguiendo sus itinerarios. En este segundo encuentro se dilucidan los sentimientos de cada cual, por un lado, Adriano, habituado a relaciones esporádicas en las que la prontitud del acto sexual evita el período de cacería mental necesario para el enamoramiento, halla en ella, inesperadamente, la excepción a esta regla, acaso por no habérsela entregado con el histerismo e ineptitud de las otras; por otro lado, Valentina, aunque encuentra el placer y la saciedad de su cuerpo, la pasión está hueca, el vacío de su espíritu es correlativo, no quedando simultáneamente satisfecho; es decir, la bolsa vacía que habita su corazón no vulgar, sigue vacía como la de Marianne.

  Por tanto, cuando Adriano se le declara, cuando destapa su enamoramiento, sin pensar que tenga que haber una desposesión, un desprendimiento ulterior, cuando acaben las respectivas rutas turísticas, Valentina se siente muy distante, ajena, y además, repentinamente afectada por la intromisión de este nuevo factor: el enamoramiento. La dicha experimentada en Roma estribaba en un impulso atractivo que comportaba el "no tener que pensar" precisamente en esto, al adscribirse a una aventura sin amarras, sin análisis moral ni lógico, ni visos de seriedad. Lo fundamental, cuando antaño insertó este sentimiento en su vida, había fracasado, dejándolo hecho trizas al otro lado del mar: el divorcio. Por eso se marcha sola a Venecia, siguiente punto de su itinerario turístico, advirtiéndoselo solo a Dora.

  En su huída de Adriano, de facilitarle alguna expectativa al respecto o de la propia tentación de sucumbir a un enamoramiento parecido, cosa del todo inconveniente y fastidiosa, se recrea en un paseo en góndola, surcando los canales. De pronto presta atención al gondolero, hasta ese momento una presencia invisible pero viva a sus espaldas, que la conduce con serenidad y pericia. Le pide mostrarle un sitio original donde comer, no mancillado por los turistas, y él la lleva a su casa. Vacila ante esta excitante intromisión en la intimidad de alguien ajeno y vivo a la vez, que disipa la sombra de su pesadumbre y su aburrimiento. Cuando acaba el almuerzo pretende marchar, pero ya el gondolero no la deja. Ella se relaja y le deja hacer: el acto resulto brusco, aparatoso, turbador, grotesco. Pero lo disfruta. Y además: no hay ningún peligro de enamoramiento recíproco. ¡Qué libertad!

  De manera que repetirá visita al gondolero. Y cuando ya Dora se le haya sumado a la visita a Venecia, y Adriano aparezca para reprocharle su marcha sin despedida, desdeñando su declaración de amor, lo tendrá más claro. No hay ninguna posibilidad al respecto. Lo conduce hasta un puente cerca de la Fundamenta Nuove y allí, solos, contemplando el tránsito de una góndola funeraria, se lo aclara sin miramientos, desentendiéndose de la resistencia de él a desprenderse de la voluptuosidad que le causa un sufrimiento amoroso inútil.

  Valentina, por tanto, no quiere amor. Al menos, no el de Adriano, o uno parecido que le retrotraiga a una planificación vital parecida a la que ya le condujo al fracaso y que le ha dejado con la bolsa interior de su corazón más vacía, resentida y escéptica.



  El que la cohabitación comporte un cierto llenado de la bolsa interior complementario a las sutiles variaciones no carnales del amor solo puede responderlo una mujer avezada como Maya, vecina de András, el protagonista de En brazos de la mujer madura de Stephen Vizinczey. Hace tiempo que la visita a su casa, estando o no el marido, con la excusa de llevarse para leer algunos libros de su biblioteca. La intimidad entre ellos se va forjando a intervalos. András ha desechado hacerse un hombre con las chicas de su edad, por inexpertas y ridículas, a la hora de la verdad, y Maya le parece idónea. El día que se decide y ocurre, porque ella también ha sabido encaminarlo, experimenta, gracias a que se lo sabe trasmitir y así asalta su comprensión, que el orgasmo no es la masturbación interna de dos desconocidos en una misma cama, sino la consumación de la unión de dos almas, prologada por ese conocimiento y cariño previo. ¿Y qué pasa con el marido? Maya le explica que algún día descubrirá, y tal es lo que confunde a la gente, que se puede querer a más de una persona a la vez. Por eso no se separa, y se permite esta relación, como le permite al marido las suyas. Le advierte además que él mismo se percatará de ello y lo descubrirá un día por sí solo. Durante un tiempo prolongado András la sigue visitando y descubriendo las excelencias del amor que lleva aparejado este sentimiento de complicidad y hondo cariño y además no le deja la sensación de un vacío espiritual ulterior que desvirtuaría la significación del acto.

  Pero será verdad que el corazón de András evolucione no sin el desconocimiento de Maya, quien, irremisiblemente, como había previsto, le permite seguir el curso de sus experiencias. Y la que sigue es la del enamoramiento de Ilona, la novia de uno de sus profesores de Universidad. Ella alimenta su coqueteo y posibilidades, o más bien, él se autoengaña interpretando siempre, incluso los gestos más desdeñosos y cínicos, a favor de un resquicio por donde debilitarla y ganársela. Incluso cuando se casa con el profesor no pierde la esperanza de que llegue el momento en que desee aparcar la prosa insípida del matrimonio, propiciada por el aburrimiento y la desilusión, por la alegre y novedosa de la aventura. Pero es inútil. Pasan hasta dos años en los que vive en un permanente enamoramiento sin resultado, salvo porque le abstrae de las preocupaciones generadas por las revueltas de esos años en Budapest.

  Entonces se le cruza Zsuzsa, menos atractiva que Ilona pero más avezada, y, desmoronando sus remordimientos por la infidelidad en que va a incurrir, se deja vencer. El enamoramiento se disipa no solo por este vencimiento, sino porque Zsuzsa conforma en él un retrato más real de su identidad, lo cual, sin ser amor, es razón que contribuye a embuchar alimento a la bolsa vacía del corazón, del corazón no vulgar.



  En resumen, Marianne quiere amor, Valentina huye de él y Maya aduce su complementariedad con otras relaciones. András, de momento, reconoce su diferenciación, haya o no implícito sexo.